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sábado, 8 de diciembre de 2018

Cambio todo por una sola cosa


¿Hay una sola cosa por la que valga la pena perderlo todo?

Hace un ratito, cuando salí de mi meditación, quería resistir la tentación de escribir  es mi manera de comunicarme ya que hace mucho que vivo casi totalmente aislado y en el presente solo; en el medio del campo. Pero aquí estoy; formulándome -una vez más- la cuestión más importante para mí: ¿Hay en mi vida al menos una cosa por la que valga la pena perderlo o abandonarlo todo?
Y caen otras preguntas:
¿No vine al mundo sin nada?
¿No me iré del mundo sin nada?
¿Qué guardo entonces con afán? ¿Cuáles y cuántas son las cosas que no quiero perder?
¿Por qué temo perderlas? ¿Para qué quiero guardarlas?
Cuando pequeño, sólo tenía algún que otro juguete; me entretenía con lo que encontraba en mi entorno, en la naturaleza. Un palo por espada, un montón de trapos atado con cordeles por pelota, una lata por blanco de mi tirachinas, un árbol por castillo, una rama por caballo y otras cosas así. Y era feliz.
A los seis y siete años, si me regalaban una ‘rubia’ (moneda de 1 peseta) compraba con ella un TBO (revistilla de ‘comics’); y a los cinco iba con mis amigos a robar paloduz (orozú-regaliz),  sandías o melones a un huerto de la vega del Guadalquivir. Nuestro chocolate (el de los pobres) eran las vainas de algarroba.
Cuando llegué a los ocho, ya en Argentina, me mandaron a recoger basura combustible para calentarnos, quemándola en la cocina económica; también tenía que vender naranjas para ayudar a ingresar algún dinero.
Como a los once, descubrí el amor; no el que se encuentra a esas edades, ni en el mismo contexto que la mayoría de los adolescentes; sino el profundo amor a un ser superior, en forma de agradecimiento por haberme creado y hecho venir a este mundo.
Después me instruí, estudié y formé; y me fue siendo insertado en mi mente el concepto de poseer como objetivo. También -poco a poco- fui notando que me sentía feliz con cosas que no eran objeto de acopio, porque nada de lo material que poseía me daba dicha, más allá de un cortísimo tiempo después de haberlo conseguido. Pero no tenía más remedio que adquirir cosas según el plan establecido por la sociedad donde estaba inserto.
De joven quería amar a una chica, casarme con ella, tener hijos, cuidarlos y ayudarles a crecer, ofrecerles una buena educación, una buena vida. También tener una casa, un coche y muchas otras cosas más; es lo que me habían enseñado y lo que me había mostrado la sociedad en la que había crecido.
J. K., un amigo mío y sabio, me dijo una vez:
Algunos muchachos pasan exámenes para conseguir empleos y toda su perspectiva en la vida consiste en encontrar trabajo. ¿Qué acontece después? Se casan, tienen hijos y se ven atrapados en una máquina, ¿verdad? Llegan a ser empleados de oficina, abogados o policías. En esa máquina quedan atrapados para el resto de su vida. Siguen siendo empleados de oficina, abogados; sostienen una lucha incesante con la esposa que les toca en suerte, con los hijos, etc.; una constante batalla. Y ésa es su vida hasta morir.
Pero llegó.
En forma diferente, pero llegó. Descubrí el amor a una mujer; luego el amor a los hijos y a todo lo demás. Este sentimiento, mezclado con emociones y sensaciones, fue creciendo  aceleradamente en mí hasta llegar al presente, en que ocupa toda mi consciencia y percepción.
No pasó tampoco mucho tiempo sin que me diera cuenta de que cuando sentía cariño por alguien y más aún, cuando podía ayudarle, me sentía feliz; lleno. Y fui comprendiendo que en el amor estaba mi verdadero propósito.
Para hacerlo breve, pronto comencé a desprenderme de muchas cosas; algunas intangibles  -pocas-, otras –materiales, las más. De las necesarias, sólo del sentido de su posesión; algunas más comencé a darlas y también dejé de comprar para mí. La necesidad de poseer cosas no existe desde hace mucho tiempo en mí.
Por último -y no hace mucho- logré también desprenderme de la necesidad de seguridad respecto de mi futuro.

Y más, cuando ha brotado el amor a esa determinada mujer, que llamo B., pareciera que ella siempre hubiera estado allí, esperándome a que yo me diera cuenta… era como si hubiera tenido que recorrer todo ese camino de vida, para alcanzarla.
¡Y aparece! Y ¡cómo aparece!
Pero la unión no es posible totalmente; no podemos estar unidos. Es sólo como un sueño que no se puede realizar aunque uno quiera; no se sabe bien cuándo podrá hacerse realidad.
Ya no sé qué más dar; de qué más desprenderme. No me queda nada, sólo mi amor y mi vida. Pero si pierdo este amor me quedo sin vida y si pierdo la vida me quedo sin este amor.
Y vuelvo a la pregunta del principio ¿No hay una sola cosa por la que valga la pena perderlo todo?
Y mi respuesta vital, de toda mi existencia, es ¡Sí! ¡El amor!
Pero como lo he dado todo y he amado y amo con todo lo que soy ¿Hay algo más que me quede por perder por algo tan valioso como este amor?
Cuando uno se encuentra con el amor, es como si se sacara el gordo mundial de  la lotería.
Pero en general no nos damos cuenta y lo echamos a perder; más tarde o más temprano. Es la estupidez humana. El amor es algo vivo; y como planta o animal, hay que darle nutrientes, defenderlo de plagas atacantes, regarlo o darle de beber, cuidarlo de las heladas y el excesivo calor, guardarlo de las corrientes, de los contagios de virus y bacterias, podarlo o cortarle el pelo… etc. Los cuidados imprescindibles o más los extraordinarios si se quiere que no solamente viva sino que crezca lozano y bello.
Y se puede matar; el amor se puede matar. Por descuido, abandono o a propósito.
Mi sugerencia es que no cultives tu relación amorosa sólo por el inefable y sagrado sentimiento que nos envuelve cuando amamos o el intenso y profundo placer que causa hacer el amor con los cuerpos. Es necesario seguir pautas de conducta, que a su vez, estarán coloreadas con las actitudes adquiridas mediante la visión personal de la realidad.
Esto, junto con los detalles, conformará la calidad del trato que dispenses a quien ames. No desprecies los detalles; tenlos en cuenta y cuídalos siempre; son muy importantes. Demuestran a quien amas que ella/él es para ti lo más valioso en todo sentido. Los detalles son como los aderezos de la comida; sin ellos la comida es sosa, disgustará y hasta terminará en el hastío y en el rechazo.
Sugiero algunas pautas, actitudes y detalles ¡Que salgan del corazón! No de la cortesía fría o del cumplido:
·         Sinceridad; lo más importante. Debe ser una REALIDAD permanente entre los que se aman.
·         Comunicación vital, substancial, espontánea, CONTINUA. No solamente el teléfono, ni el WhatsApp, sino la personal; cara a cara.
·         Correspondencia (evitar el trato como a un extraño, al que se le responde sólo  regularmente, por ejemplo cada siete días; sino cada vez que se sienta que hay que responder).
·         Puntualidad; demuestra que la/el amada/o es más importante que el mismo tiempo de que uno dispone.
·         Romanticismo (flores, aromas, creatividad propia, etc.
·         Delicatessen (algún bombón, etc.).
·         Citas, frases, etc., que tengan relación con las circunstancias y hechos que vivan los que se aman.
·         Comentarios y/o alusiones propios.
·         Planes para el futuro.
·         Algún que otro regalo; no hace falta que sea costoso. Sobre todo entre fechas señaladas (no-cumpleaños, no-aniversarios, etc.)
·         El respeto debe estar siempre vivo; siempre en primer plano. Esto es automático entre quienes se aman de verdad, pero nunca se debe dejar en segundo plano.
La sensibilidad se cultiva y se desarrolla. Darse cuenta de los estados corporal, mental, emotivo y espiritual del ‘otro’ es necesario y permite una comprensión que evita problemas y aumenta el gozo mutuo.
Por último, la transformación. La relación transformadora. Mucho se habla de la transformación. Pero ¿qué es la famosa transformación?
Lo que yo comprendo por transformación personal, debida a la interacción de dos que se aman de verdad, es que no hay tal transformación, entendida como cambio; nada que trans-formar o cambiar a otra personalidad. Nada hay peor que desear copiar a otra persona; ser como otra.
En realidad lo que creo que debe hacerse es llegar a ser uno mismo; a ser el mejor sí-mismo. Es decir, realizar la propia identidad, el yo cabal. No hablo del ego, sino del yo, el id.
El descubrirse a sí mismo no es fácil; incluso a veces, a medida que uno se descubre, da miedo. Y ayudar al otro a realizar su propio sí-mismo es el verdadero objetivo del amor; o al menos el subproducto más deseado de amarse verdaderamente. Es el amor incondicional.
Amo a una mujer; y cada vez que ‘interacciono’ con ella en algo importante, o cada vez que digo o escribo que ‘amo con amor verdadero’, me pregunto a mí mismo:

·         ¿Soy paciente?
·         ¿Soy bondadoso?
·         ¿Admiro sus cualidades?
·         ¿Soy jactancioso?
·         ¿Soy soberbio?
·         ¿Soy rudo?
·         ¿Soy egoísta?
·         ¿La trato con ternura y delicadeza? 
·         ¿Estoy en comunicación permanente con ella?
·         ¿Me enfado con facilidad?
·         ¿Le guardo rencor?
·         ¿Soy totalmente sincero?
·         ¿Disculpo de corazón sus errores?
·         ¿Le creo verdaderamente?
·         ¿Espero lo mejor de ella?
·         ¿Soporto de corazón sus enfados?
·         ¿La consuelo en sus penas?
·         ¿Me regocijo en sus alegrías?
·         ¿Comparto su dolor?

Si fallo en algo de esto ¿Es realmente verdadero mi amor?
Repasar este cuestionario me sirve para reflexionar sobre mis actitudes frente a quien amo y así conservar y enriquecer mi amor a ella.
Y de todas maneras tengamos en cuenta que en latín, bien expresado, la manera de comprender a los amantes es: Amans, amens sunt. Los amantes son locos. (A-mens significa sin-mente). Quiero decir que en este mundo de mucha miseria y violencia, también es posible el amor; el verdadero y profundo. Y he hallado que es lo único que realmente me hace feliz.
Y el amor procede de dentro de mí; está dentro de mí.

FdePPC de El candil y la candela (Un instante en el tiempo).



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